La condena de Baltasar Garzón por parte del Tribunal Supremo marca el cierre de una historia compleja. Una historia que ha generado encendidas polémicas dentro de la izquierda y de los movimientos sociales y que permite constatar al menos dos cosas. Por un lado, la existencia de un poder judicial fuertemente lastrado por la herencia del franquismo y reticente a aceptar cualquier actuación significativa contra sus crímenes o contra los de algunas grandes tramas económicas y financieras crecidas a su sombra
La trayectoria errática de un juez: lecciones del caso Garzón
Gerardo Pisarello · Jaume Asens
La
condena de Baltasar Garzón por parte del Tribunal Supremo marca el
cierre de una historia compleja. Una historia que ha generado
encendidas polémicas dentro de la izquierda y de los movimientos
sociales y que permite constatar al menos dos cosas. Por un lado, la
existencia de un poder judicial fuertemente lastrado por la herencia
del franquismo y reticente a aceptar cualquier actuación significativa
contra sus crímenes o contra los de algunas grandes tramas económicas y
financieras crecidas a su sombra. Por otro, las dificultades que se
plantean cuando quien intenta remover dichas inercias es un magistrado
de trayectoria errática, caracterizada por algunos indudables gestos de
valentía, pero también por numerosas actuaciones que han venido
marcadas por la ligereza jurídica, cuando no por la lisa y llana
arbitrariedad.
Los
ataques judiciales a Garzón han sido fulminantes. En menos de un mes,
recibió tres resoluciones por prevaricación, esto es, por dictar
supuestamente resoluciones injustas a sabiendas. El embiste se centró en
el delito más comprometido que se puede atribuir a un juez. Un delito
que supone una quiebra grave en el ejercicio de la función
jurisdiccional del principio de subordinación a la ley y al orden
constitucional. Con ello, naturalmente, se pretendía derribar a un juez
que se había atrevido a tocar intereses clave de la derecha española.
Pero que lo había hecho con cierta imprudencia, dejando abiertos
flancos fáciles de atacar. El mensaje, con todo, no se limitaba a
Garzón. Abarcaba al conjunto del poder judicial. Y sugería que los
jueces dispuestos a confrontarse con los poderosos debían pensárselo
dos veces antes de actuar.
Las
acusaciones de prevaricación contra Garzón versaban sobre tres
asuntos. El primero, la investigación de las desapariciones del
franquismo. El segundo, la solicitud y percepción de dinero del entonces
BSCH, BBVA, Cepsa, Endesa y Telefónica para financiar su estancia en
la Universidad de Nueva York entre 2005 y 2006. El tercero, la
autorización de escuchas de las conversaciones que mantuvieron en
prisión los imputados en el caso Gürtel con sus abogados defensores. La
investigación de las desapariciones del franquismo fue el disparador
de las querellas posteriores. Pero la operación contra la trama Gürtel
fue decisiva. En el caso de los cursos de Nueva York, resultaba obvio
que no existía materia criminal y que los hechos estaban prescritos,
aunque las buenas relaciones de Garzón con Botín y otros empresarios
distaban de ser una invención. Fue con Gürtel, en todo caso, que los
abogados de los acusados consiguieron que su querella se abriera caso
en el Tribunal Supremo.
La trama Gürtel: garantismo, corrupción y grandes delitos económicos
Que
la caída de Garzón se produjera en relación con un caso de corrupción
financiera e inmobiliaria es significativo. Asumir la investigación de
una trama de esta índole suponía una audacia infrecuente entre el
estrato judicial. Después de todo, se afectaba a una estructura de
poder vinculada al núcleo del capitalismo financiarizado generado en la
península que implicaba de manera directa al Partido Popular. Desde un
primer momento, Garzón señaló que los dirigentes de la trama estaban
ligados a un conglomerado de sociedades de inversión en paraísos
fiscales cuyo objetivo era la búsqueda de rentabilidad en operaciones
inmobiliarias. Estas sociedades especulativas habían sido creadas por
testaferros a través de despachos de asesoramiento jurídico y fiscal.
La detención de los presuntos cabecillas retrasó varias operaciones en
marcha, entre ellas la relativa al blanqueo de fondos de una cuenta en
Suiza de más de 20 millones de euros. A la vista de que los imputados
iban a continuar el blanqueo de fondos a través de terceros que les
visitasen en prisión, Garzón ordenó la grabación de todas sus
conversaciones, incluidas las mantenidas con sus abogados.
La
acusación de prevaricación dirigida contra el ex juez se basó,
precisamente, en la autorización de estas escuchas. La sola admisión de
la querella, presentada por los propios abogados de los acusados,
supuso una victoria para éstos, ya que habían conseguido someter a un
proceso penal por prevaricación al juez que se había atrevido a
investigarlos. Como en los otros procesos, el fiscal se opuso. La
querella, en su opinión, no pasaba de ser "una maniobra procesalmente
fraudulenta para hurtar a los tribunales competentes para ello la
decisión sobre la licitud de unas pruebas obrantes en otros
procedimientos". A pesar de ello, el TS siguió adelante y fue más allá,
al declarar que Garzón no había incurrido en un simple error de
interpretación normativa sino que había actuado intencionalmente de
manera injusta, cometiendo el delito más grave que se puede atribuir a
un juez. Para justificar una sanción tan severa, el TS construyó una
concepción robusta del derecho de defensa, y señaló que escuchas de
abogados como las autorizadas por Garzón eran propias de "regímenes
totalitarios". Esta aproximación ultragarantista aparecía reñida con
algunas actitudes del propio TS. De hecho, comportaba un cierto
alejamiento de las posiciones mantenidas por el tribunal en otros
ámbitos más sensibles a la razón de Estado como el de la lucha
anti-terrorista. Allí, en efecto, se habían autorizado intervenciones
laxas, rayanas en la arbitrariedad, aunque amparadas, es verdad, por
una legislación de excepción especialmente draconiana. No obstante,
muchos colectivos de abogados que habían padecido actuaciones
arbitrarias en este ámbito –algunas ordenadas por el propio Garzón-
celebraron el cambio. En su opinión, la sentencia Gürtel venía a poner
coto definitivo a las interferencias arbitrarias en las comunicaciones
entre los imputados y sus abogados.
Esta
lectura de los hechos no ha sido pacífica. Algunos defensores de
Garzón, comenzando por el ex fiscal Carlos Jiménez Villarejo, señalaron
que la actitud del Supremo no era más que un acto de hipocresía, una
exhibición sobreactuada de garantismo que solo se activaba cuando se
tocaba a los poderosos y que ahora había servido para librarse de un
juez que se había atrevido a tocar sus intereses. Jiménez Villarejo
recordó una y otra vez el lastre franquista del poder judicial,
calificó al tribunal de "casta conservadora al servicio de la venganza
institucional" y recordó que algunos de sus integrantes no debieron
formar parte del proceso ya que habían exhibido una enemistad explícita
con Garzón.
Estas
acusaciones planteaban debates de fondo, no siempre sencillos de
resolver. Uno de los más áridos era si ciertas garantías procesales
como la confidencialidad de las comunicaciones entre abogados e
imputados debían operar del mismo modo frente a los "débiles" que
frente a los "fuertes". Quienes responden afirmativamente a esta
cuestión entienden que cualquier imputado, sea rico o pobre, se
encuentra en una situación de debilidad frente al poder punitivo del
Estado y merece que se preserve su derecho de defensa y la presunción
de su inocencia. Algunas posturas más escépticas, sin embargo,
recuerdan que no es infrecuente que los más fuertes utilicen de manera
torticera el derecho de defensa para bloquear los procesos que se abren
contra ellos e impedir así que se los persiga. El garantismo, así
entendido, correría el riesgo de convertirse en coartada para el
ejercicio abusivo de un derecho y en última instancia para la impunidad,
ya que imposibilitaría avanzar en el esclarecimiento de delitos de
cuello blanco o de alta corrupción. La solución de este dilema no es
sencilla. Por un lado, es innegable que los acusados de graves delitos
económicos pueden utilizar a sus abogados para ocultar pruebas o para
colaborar en la comisión de otros delitos. Para conjurar estas
maniobras, no obstante, y antes de recurrir a las escuchas, habría que
pensar en alternativas lo menos lesivas posible con el derecho de
defensa: desde el levantamiento del secreto bancario a la prohibición de
paraísos fiscales, pasando por el apartamiento del abogado sospechoso
de ser instrumentalizado [1].
Menos
discutible, en todo caso, parece la crítica a la condena por
prevaricación. Al tratarse, como se señalaba antes, del delito más grave
que se puede atribuir a un juez, la prueba de su comisión debería
resultar especialmente exigente. De entrada, debería resultar
meridianamente claro que la interpretación de la ley en la que descansa
la resolución no puede ser justificada en base a ninguna de las reglas
de interpretación comúnmente aceptadas en el mundo del derecho. La
interpretación del derecho que llevó a Garzón a ordenar las escuchas en
el caso Gürtel es discutible y se podría objetar la calidad de su
motivación. Pero lo que a todas luces resulta desproporcionado es
tratarla como una decisión a "sabiendas injustas" en la que el
magistrado "sólo por su propia subjetividad", hubiera prescindido "de
todos los métodos de interpretación admisibles en derecho".
El
Estado español, en realidad, ha sido reprendido en numerosas ocasiones
por las laguas que ofrece su legislación en materia de escuchas. Esas
lagunas ofrecen un margen de maniobra tan alto a los jueces que ninguno
ha sido acusado de prevaricador por ordenarlas. De hecho, las escuchas
realizadas en Gürtel habían sido pedidas por la Policía, avaladas por la Fiscalía y prorrogadas por el juez que continuó la instrucción, Antonio Pedreira, sin que recayera sobre este una acusación semejante [2].
En
realidad, existen fundadas razones para ver en la decisión del TS un
ataque ilegítimo al margen de interpretación que el ordenamiento otorga
a los jueces. Utilizar el delito de prevaricación para castigar la
disidencia o convertirlo en remedio contra los errores en la aplicación
de la ley constituye un duro golpe a la independencia judicial que
apuntala una cultura jurisdiccional jerarquizada y autoritaria. Si este
precedente se asentase, de hecho, el resultado sería el paulatino
moldeo de jueces conformistas o sumisos al poder y el amedrentamiento
de los más garantistas. La consigna sería clara: evitar la persecución
de los desmanes de los más poderosos, tanto del pasado como del
presente, y reducir la propia función al castigo de los más
vulnerables.
Los crímenes del franquismo: el mito de la transición y el menosprecio de las víctimas
Tras
la condena de Gürtel, el TS absolvió a Garzón tanto en el caso de las
cuentas de Nueva York como en el de memoria histórica. En esta última,
de hecho, el tribunal sostuvo que Garzón investigó delitos prescritos y
amnistiados, pero lo absolvió. Para hacerlo, consideró que en este caso
su interpretación del derecho, aunque "errónea", era "plausible",
entre otras razones, porque había sido utilizada por otros operadores
jurídicos.
Con una composición relativamente más garantista que en Gürtel, el TS reconocería que "la búsqueda de la verdad es una pretensión tan legítima como necesaria".
Pero acto seguido agregaría que "no forma parte del proceso penal" ni
"corresponde al juez de instrucción", sino "al Estado a través de otros
organismos y (...) especialmente a los historiadores". Esta expulsión
de la historia del relato jurídico no impediría al Supremo, en todo
caso, ofrecer su propia versión de los hechos pasados y presentes. Así,
por ejemplo, el tribunal reconoció la existencia de una objetiva
desigualdad entre las víctimas de la violencia, unas reconocidas y
resarcidas y las otras no. Pero lo hizo sin renunciar al lenguaje de los
"bandos", omitiendo hechos constitutivos de delitos considerados
probados y exhibiendo una equidistancia que preludiaba el rechazo a la
propia calificación de crímenes contra la humanidad. De hecho, según el
tribunal, Garzón se habría equivocado al utilizar este concepto, ya
que con la legislación vigente no se los podía declarar tales. Esta
argumentación, como bien se ha apuntado, apelaba a una concepción
sumamente restrictiva del principio de legalidad, que olvidaba varias
cosas. En primer lugar, que el propio artículo 7 de la Constitución
republicana de 1931 comprometía al Estado español con unas normas de
derecho internacional que estipulaban el respeto por "los principios del derecho de gentes, tales como resultan de los usos establecidos entre naciones civilizadas, de las leyes de Humanidad y de las exigencias de la conciencia pública". En
segundo término, que más allá de esta referencia, constituye una
conquista civilizatoria del derecho internacional de los derechos
humanos entender que ciertos delitos, por su gravedad y
dimensiones cualitativas y cuantitativas, son siempre perseguibles, con
independencia de su codificación, porque ofenden al conjunto de la
humanidad. Finalmente, que los Pactos internacionales de 1966, vigentes
en el Estado español en el momento de aprobarse la Ley de Amnistía de
1977, proclaman que la irretroactividad de la ley penal no es aplicable
a este tipo de delitos siempre que los hechos "en el momento de
cometerse fueran delictivos según los principios generales del derecho,
reconocidos por la comunidad internacional".
Un
razonamiento de este tipo, sin embargo, era improbable en un tribunal
cuya lectura de la Ley de Amnistía prescindía totalmente del contexto de
"ruido de sables" bajo el que fue aprobada. Así, el TS negó
rotundamente que la Ley de Amnistía pudiera ser "una ley aprobada por
los vencedores [...] para encubrir sus propios crímenes". Por el
contrario, sostuvo que su promulgación fue el resultado de un "consenso
total" de las cortes constituyentes, lo que demostraría que "la
transición fue la voluntad del pueblo español articulada" en torno a
dicho a ley, y que "ningún juez o tribunal […] puede cuestionar la
legitimidad de tal proceso".
Más
allá de la calidad jurídica de los argumentos utilizados en la
sentencia, lo cierto es que su dictado supuso un nuevo desprecio a las
víctimas de la dictadura y un duro golpe a la legalidad vigente basado,
entre otros elementos, en una errónea contraposición entre el derecho
interno y un derecho internacional que, al cabo, ha sido ratificado por
el propio Estado. Ciertamente, tampoco puede negarse que muchos de los
puntos señalados por la sentencia aprovechan puntos débiles de la
propia argumentación de Garzón. De hecho, no faltan magistrados,
incluso dentro de la Audiencia Nacional, que consideran que había vías
judiciales más idóneas para investigar los crímenes franquistas. En
todo caso, los tres procesos, analizados en su conjunto, han puesto en
evidencia que la justicia aun está en manos de una casta conservadora
que reacciona de forma corporativa ante los que se atreven a tocar los
puntos sensibles del entramado del poder más tradicional. El uso
espurio del derecho penal contra Garzón ha hecho recordar a muchos que
la mayoría de magistrados del TS juraron al acceder a la carrera
judicial el "acatamiento a los Principios Fundamentales del Movimiento y
demás leyes fundamentales del Reino".
¿Qué Garzón?: los múltiples rostros de un juez controvertido
La
valentía de Garzón para avanzar en causas difíciles y la fiera
reacción de la derecha política y judicial en su contra explican los
numerosos actos de solidaridad que se han generado tras su
defenestración tanto en el Estado como fuera de él. Algunos de estos
actos han contado con una nutrida participación de sindicatos,
intelectuales y no pocas organizaciones de derechos humanos. Estas
movilizaciones han tenido una fuerte carga emotiva y han reflejado la
existencia de una voluntad viva y extendida de lucha contra la
impunidad. El problema, sin embargo, es que muchas de estas
convocatorias, al centrarse en la defensa del ex juez, han generado
dinámicas difíciles de dirigir para algunos sectores críticos. Al menos
en un primer momento, parecía innegable, por ejemplo, que el
protagonismo dado a Garzón, lejos de fortalecer la voz de las víctimas,
las debilitaba, ya que minimizaba el papel de decenas de asociaciones y
colectivos que, de manera anónima, llevaban años luchando contra la
impunidad de los crímenes de lesa humanidad. Pero lo más grave, quizás,
es que la crítica a las invectivas conservadoras contra Garzón ha
contribuido, con frecuencia, a difundir una imagen elegíaca del juez
que oscurece un currículo en el que abundan las sombras.
Garzón,
en efecto, es el juez que ha impulsado valientes causas contra Gürtel,
los responsables del GAL, el franquismo, o las dictaduras de Chile y
Argentina. Pero también es el juez que, movido por su megalomanía y su
hiperactivismo, ha labrado un modus operandi caracterizado por la
ligereza y por actuaciones procesales claramente vulneradoras de
derechos humanos fundamentales. Algunas de las actuaciones más
cuestionables de Garzón, aunque no las únicas, son las vinculadas a la
lucha contra supuestos "terroristas" anarquistas, islamistas o
independentistas. Sintomáticamente, estas actuaciones suelen ser
ignoradas o consideradas una cuestión menor por buena parte del
progresismo español y de algunos colectivos de lucha contra la impunidad
de otros países (sobre todo de América Latina). Sin embargo,
constituyen un elemento insoslayable en la construcción del "mito"
Garzón. No es un secreto, por ejemplo, el empleo abusivo por parte del
juez de extensos secretos sumariales y períodos de incomunicación para
personas acusadas de terrorismo, una práctica fuertemente cuestionada
por los organismos internacionales. Tampoco es desconocida su
impasibilidad frente a las denuncias por torturas de detenidos puestos a
su disposición. Esta desidia, de hecho, llevó al Tribunal de
Estrasburgo, en el 2004, a condenar por primera vez al Estado por la
violación de derechos humanos que la falta de actuación de Garzón había
causado a la trentena de independentistas catalanes detenidos a
propósito de una operación policial en vísperas de los Juegos Olímpicos
de 1992.
En
estos y otros casos, junto al Jekyll impulsor de los procesos contra
los GAL, a favor de la justicia universal o contra la trama Gürtel,
convive el Hyde que, con el mismo desenfado, estrecha lazos con grandes
empresarios, no tiene reparo en procesar a decenas de personas
manejando pruebas de tan dudosa legalidad como las autoinculpaciones
arrancadas a la fuerza en Guantánamo, o emprende procesos
inquisitoriales contra supuestos "extremistas", a partir de
apriorismos, analogías y teorías conspirativas o extravagantes. Una de
ellas fue la que le llevó a acusar a Batasuna de "genocidio" y
"limpieza étnica" sobre la población no nacionalista, valiéndose de
estrambóticas estadísticas poblacionales y asimilando su proyecto
político al del Partido Nacional Socialista Alemán durante la República
de Weimar. Fue precisamente en el contexto de la lucha contra el
llamado "entorno de ETA" cuando Garzón acabó de consolidar su perfil de
juez poco riguroso y garantista, contribuyendo como pocos a la erosión
de la presunción de inocencia o a la utilización desquiciada, en fase
de instrucción, de medidas cautelares como la prisión preventiva, las
entradas y registros de despachos profesionales, la interceptación de
las comunicaciones, la clausura de entidades y medios de comunicación, o
los embargos sobre sus patrimonios. El propio calvario atravesado por
los periodistas y responsables de Egunkaria o Ekin no podría entenderse
sin una serie de prejuicios judiciales que el propio Garzón ha
contribuido a cultivar en sumarios como el 18/98 y que hoy, por otras
razones, se vuelven en su contra.
Muchas
de estas actuaciones granjearon a Garzón el reconocimiento de la
derecha y del sector más españolista de la izquierda. El Gobierno
Aznar, de hecho, llegó a otorgarle el máximo galardón al Mérito
Policial, con pensión incluida. Sin embargo, este hiperactivismo no
encontró el mismo eco favorable entre sus compañeros de carrera, que ya
entonces comenzaron a ver con suspicacia la ligereza con que
despechaba sus investigaciones y el poco control que ejercía sobre la
labor policial. Por ese entonces, el magistrado de la Audiencia de
Madrid, Joaquín Navarro, llegó a declarar que "Garzón es un juez que se
inventa casi todo" y el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) le
expedientó por ello. Pero donde encontró un importante escollo a sus
tesis fue en la propia Audiencia Nacional, que reiteradamente
desautorizó la desproporcionada aplicación por parte de Garzón de la
prisión provisional y el uso extensivo del concepto de terrorismo. Tal
situación duró hasta que el CGPJ, con mayoría conservadora, decidió
separar a todos los magistrados de la Sección Quinta de sus funciones
jurisdiccionales.
Estos
antecedentes contribuyen a explicar por qué una parte no desdeñable de
jueces, muchos de ellos perteneciente a organizaciones nada cercanas a
los planteamientos de la derecha, como Jueces para la Democracia, han
visto con buenos ojos la actuación del TS contra Garzón o, al menos, han
mantenido un conspicuo silencio. Incluso explica que no falten quienes
apoyan las intervención judicial en materia de memoria histórica o
contra la trama Gürtel, pero consideran una catástrofe que estos casos
hayan caído en manos de un juez cuya falta de diligencia y de solidez
jurídica puede poner en peligro la viabilidad de los procesos.
Lo
cierto, en todo caso, es que lejos de probar la independencia de un
juez que "va contra todos", la impulsiva y desnortada forma de actuar
de Garzón ha respondido más bien a una especie de "populismo
justiciero" en el que los aciertos y las aberraciones se han alternado
de manera caprichosa. Así, por cada actuación dirigida a quebrar el
cerco de impunidad de poderosos de distinta laya, es posible señalar
otras que han conducido a la detención y al encarcelamiento de
centenares de personas luego declaradas inocentes, a cierres cautelares
de periódicos luego declarados ilegales, así como severas
restricciones a la libertad ideológica y de expresión.
Otorgar
a todos estos elementos su peso justo en el actual debate social no es
sencillo, sobre todo porque las batallas no siempre se presentan en
condiciones que se han podido escoger. Colocar en primer plano las
críticas a Garzón y subestimar la estrategia de una derecha judicial,
política, económica y mediática poderosa, sería seguramente un error
que, a la larga, acabaría por debilitar los diferentes movimientos
contra la impunidad del franquismo y contra la corrupción surgidos en
los últimos años. Sin embargo, aceptar sin más la versión elegíaca del
juez que han pretendido proyectar parte de estos movimientos también
sería una manera de esterilizarlos de cara a un discurso de los
derechos humanos que, si quiere ser coherente y eficaz, ha de ser capaz
de erradicar los dobles raseros y de llamar las cosas por su nombre.
Notas: [1]
La aplicación de estos criterios al caso Gürtel no es en todo caso
fácil. Jiménez Villarejo, por ejemplo, recuerda que estaba acreditado
que antes de acordarse las intervenciones telefónicas ya había tres
abogados y un asesor fiscal imputados. Igualmente, se había dejado
sentado que los letrados participaban, con indicios sólidos, en los
delitos que "han cometido y siguen cometiendo los imputados en prisión"
y que, por tanto, no se había cometido "ninguna arbitrariedad". [2] La
propia Fiscalía aportó en el juicio contra Garzón ejemplos de dos
escuchas que afectaron también a los letrados y que nadie consideró
propias de "regímenes totalitarios": la impulsada para intentar
localizar el cuerpo de la joven Marta del Castillo y las del ya
fallecido Pablo Vioque, condenado por narcotráfico.
Gerardo Pisarello es profesor de derecho constitucional de la Universidad de Barcelona y miembro del Consejo de Redacción de Sin Permiso. Jaume Asens es abogado y ambos forman parte del Observatorio de Derechos Económicos, Sociales y Culturales.
fuente:SinPermiso
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