Por fin, parece que los jóvenes españoles comienzan a salir del letargo del botellón para seguir los pasos de sus coetáneos europeos. Algunos miles de ellos salieron a la calle en Madrid para expresar su descontento a través de una manifestación, uno de los rudimentos de la acción política. Una generación perdida como la califican algunos, que podría encontrarse a sí misma si es capaz de movilizarse a gran escala.
Me llamó poderosamente la atención que en esas pancartas en las que resumen sus carencias: sin casa, sin trabajo, sin pensión… figurase también la de sin miedo. Si las tres primeras denotan precariedad, en la medida en que vaya más allá de la retórica, la cuarta carencia es positiva.
“Hemos entrado en una era de temor”, asegura el historiador Tony Judt en Algo va mal. “El temor de que no es sólo que nosotros no podemos dirigir nuestras vidas, sino que quienes ejercen el poder también han perdido el control, que ahora está en manos de fuerzas que se encuentran fuera de su alcance”. El historiador defiende una intervención del Estado revisada, corregida a la luz de las experiencias ineficaces del pasado. Y llama a los jóvenes a indignarse de nuevo con las desigualdades.
A lo largo de la historia del capitalismo encontramos una constante: los desposeídos, habiéndolo perdido todo, perdieron también el miedo. Permitidme unas pinceladas pro memoria:
En febrero de 1848 había en París cerca de 100.000 parados para quienes los Talleres Nacionales, la fórmula colectivista creada por Louis Blanc, ministro de Trabajo de la II República, suponían una promesa de redención de su miseria. Pronto se vería que una solución de este tipo, contraria a los sacrosantos principios de la propiedad privada, no podía ser del agrado de la burguesía de la época que se apresuró a clausurar los Ateliers. La insurrección popular provocada por esta medida fue aplastada en las sangrientas jornadas del 24 al 26 de junio de ese año por las tropas republicanas al mando del general Cavaignac, causando más de 10.000 muertos en las barricadas parisienses. Por entonces, el capitalismo estaba demostrando ser mucho más eficaz en la represión que en la creación y extensión de la riqueza, como se volvería a poner de manifiesto en la nueva sublevación proletaria que instauró la Comuna de París en 1871, a raíz de la guerra franco-prusiana. En esta ocasión, el ejército al mando de Mac Mahón llevó a cabo ejecuciones en masa durante una semana sangrienta que produjo 20.000 muertos.
Un agudo estadista prusiano, Otto von Bismark, tuvo el suficiente olfato como para advertir el efluvio sedicioso que desprendían las masas obreras agitadas por el fermento revolucionario sembrado por la teoría de la lucha de clases propuesta por el “socialismo científico” de Marx y Engels. Oliéndose la tostada, y para evitar que en los hornos de su flamante Estado germánico se cociera un pan como unas tortas, como vulgarmente suele decirse, Bismark urgió al Reichstag a adoptar, en la década de 1880, las primeras medidas de protección de la clase trabajadora tomadas por un Estado moderno. Se trataba, en todo caso, de leyes de mínimos que aseguraban una protección elemental en forma de seguros de accidentes, enfermedad y vejez.
En España, fue un Gabinete presidido por el liberal conservador Antonio Maura el que llevó al Congreso, en 1919, el proyecto de ley del Retiro Obrero Obligatorio, germen del futuro sistema público de pensiones. La derecha gobernante se vio obligada a hacer ciertas concesiones ya que el panorama social se veía sacudido por los violentos conflictos sociales del denominado «trienio bolchevique». Los trabajadores de la industria y del campo, enardecidos por las ideas anarquistas y hartos de miseria y precariedad, se lanzaron por el camino de la violencia poniendo al Estado y al orden social contra las cuerdas. Entre 1897 y 1921, el país vio como tres presidentes del Gobierno caían bajo las balas del terrorismo anarquista, padeció el azote de cruentas huelgas revolucionarias y asistió a la sucesión fulgurante de gobiernos que apenas lograban mantenerse unos pocos meses en el poder.
La ley contemplaba la creación de un fondo con aportaciones de diez céntimos mensuales de los trabajadores, de una peseta al mes del Estado y de tres de los patronos, para que, al cumplir los 65 años, los obreros que cobraran menos de 4.000 pesetas anuales y hubieran cotizado más de 20 años pudieran retirarse y percibir una pensión de al menos una peseta diaria.
La medida, como se comprobaría después, resultó muy controvertida, porque a los patronos no les hacía ni pizca de gracia eso de pagar para proveer la vejez de sus empleados. O sea, exactamente igual que lo que sostiene la doctrina actual de la patronal y predican sus ideólogos de Fedea y Cía.
Así que el primer alumbramiento del Estado del Bienestar no tuvo lugar en la cuna de la solidaridad, ni sus progenitores fueron precisamente el humanismo y la filantropía. En todo caso, ese pacto tácito de no agresión fue hijo de la razón práctica y del miedo de la burguesía a la revuelta social propiciada por los métodos de apropiación salvaje de la riqueza. Métodos a los que ahora se pretende regresar bajo la égida neoliberal.
No participé en la manifestación porque me sentía fuera de lugar. El protagonismo corresponde hoy a otros actores. No obstante, ejercí mi facultad de paseante y tuve ocasión de observar con mis propios ojos cómo el palacio de Telecomunicaciones, la antigua sede de Correos hoy vampirizada por el ambicioso alcalde Gallardón, estaba fuertemente protegida por unos pretorianos con el clásico atrezzo antidisturbios (casco, porras, escudos, escopetas…). Digo pretorianos porque, armamento aparte, no llevaban el uniforme y distintivo de las Fuerzas de Seguridad del Estado, sino los del Ayuntamiento. ¿De qué tiene miedo ese regidor paranoico y derechista que ha endeudado a los madrileños hasta que nuestros jóvenes peinen canas.
Los poderes económicos están crecidos, muy crecidos ante el evidente retroceso de los partidos y sindicatos de izquierda que deberían tenerlos a raya para mantener un equilibrio social. Ante el abandono de sus representantes, a los ciudadanos no les queda otro remedio que pasar a la acción directa. Porque no será enredándose en discusiones teológicas sobre manos invisibles, virtudes o defectos del mercado como la generación sin podrá labrarse ese futuro que el neoliberalismo, por acción, y la socialdemocracia, por inacción, les han negado. La burguesía, término que suena antiguo pero significa ni más ni menos que los grandes poderes financieros que dominan hoy el mundo, sólo cederá terreno cuando la pelota del temor a una gran insurrección popular se instale en su terreno. No olvidemos que si hay alguien temeroso por antonomasia son los mercados.
En la España del siglo XXI, los desposeídos no tienen ni casa, ni trabajo ni pensiones que perder. Ahora mismo, por no tener ni siquiera tienen futuro. Movilizándose, pueden ganar el presente.
fuente: ATTAC
“Hemos entrado en una era de temor”, asegura el historiador Tony Judt en Algo va mal. “El temor de que no es sólo que nosotros no podemos dirigir nuestras vidas, sino que quienes ejercen el poder también han perdido el control, que ahora está en manos de fuerzas que se encuentran fuera de su alcance”. El historiador defiende una intervención del Estado revisada, corregida a la luz de las experiencias ineficaces del pasado. Y llama a los jóvenes a indignarse de nuevo con las desigualdades.
A lo largo de la historia del capitalismo encontramos una constante: los desposeídos, habiéndolo perdido todo, perdieron también el miedo. Permitidme unas pinceladas pro memoria:
En febrero de 1848 había en París cerca de 100.000 parados para quienes los Talleres Nacionales, la fórmula colectivista creada por Louis Blanc, ministro de Trabajo de la II República, suponían una promesa de redención de su miseria. Pronto se vería que una solución de este tipo, contraria a los sacrosantos principios de la propiedad privada, no podía ser del agrado de la burguesía de la época que se apresuró a clausurar los Ateliers. La insurrección popular provocada por esta medida fue aplastada en las sangrientas jornadas del 24 al 26 de junio de ese año por las tropas republicanas al mando del general Cavaignac, causando más de 10.000 muertos en las barricadas parisienses. Por entonces, el capitalismo estaba demostrando ser mucho más eficaz en la represión que en la creación y extensión de la riqueza, como se volvería a poner de manifiesto en la nueva sublevación proletaria que instauró la Comuna de París en 1871, a raíz de la guerra franco-prusiana. En esta ocasión, el ejército al mando de Mac Mahón llevó a cabo ejecuciones en masa durante una semana sangrienta que produjo 20.000 muertos.
Un agudo estadista prusiano, Otto von Bismark, tuvo el suficiente olfato como para advertir el efluvio sedicioso que desprendían las masas obreras agitadas por el fermento revolucionario sembrado por la teoría de la lucha de clases propuesta por el “socialismo científico” de Marx y Engels. Oliéndose la tostada, y para evitar que en los hornos de su flamante Estado germánico se cociera un pan como unas tortas, como vulgarmente suele decirse, Bismark urgió al Reichstag a adoptar, en la década de 1880, las primeras medidas de protección de la clase trabajadora tomadas por un Estado moderno. Se trataba, en todo caso, de leyes de mínimos que aseguraban una protección elemental en forma de seguros de accidentes, enfermedad y vejez.
En España, fue un Gabinete presidido por el liberal conservador Antonio Maura el que llevó al Congreso, en 1919, el proyecto de ley del Retiro Obrero Obligatorio, germen del futuro sistema público de pensiones. La derecha gobernante se vio obligada a hacer ciertas concesiones ya que el panorama social se veía sacudido por los violentos conflictos sociales del denominado «trienio bolchevique». Los trabajadores de la industria y del campo, enardecidos por las ideas anarquistas y hartos de miseria y precariedad, se lanzaron por el camino de la violencia poniendo al Estado y al orden social contra las cuerdas. Entre 1897 y 1921, el país vio como tres presidentes del Gobierno caían bajo las balas del terrorismo anarquista, padeció el azote de cruentas huelgas revolucionarias y asistió a la sucesión fulgurante de gobiernos que apenas lograban mantenerse unos pocos meses en el poder.
La ley contemplaba la creación de un fondo con aportaciones de diez céntimos mensuales de los trabajadores, de una peseta al mes del Estado y de tres de los patronos, para que, al cumplir los 65 años, los obreros que cobraran menos de 4.000 pesetas anuales y hubieran cotizado más de 20 años pudieran retirarse y percibir una pensión de al menos una peseta diaria.
La medida, como se comprobaría después, resultó muy controvertida, porque a los patronos no les hacía ni pizca de gracia eso de pagar para proveer la vejez de sus empleados. O sea, exactamente igual que lo que sostiene la doctrina actual de la patronal y predican sus ideólogos de Fedea y Cía.
Así que el primer alumbramiento del Estado del Bienestar no tuvo lugar en la cuna de la solidaridad, ni sus progenitores fueron precisamente el humanismo y la filantropía. En todo caso, ese pacto tácito de no agresión fue hijo de la razón práctica y del miedo de la burguesía a la revuelta social propiciada por los métodos de apropiación salvaje de la riqueza. Métodos a los que ahora se pretende regresar bajo la égida neoliberal.
No participé en la manifestación porque me sentía fuera de lugar. El protagonismo corresponde hoy a otros actores. No obstante, ejercí mi facultad de paseante y tuve ocasión de observar con mis propios ojos cómo el palacio de Telecomunicaciones, la antigua sede de Correos hoy vampirizada por el ambicioso alcalde Gallardón, estaba fuertemente protegida por unos pretorianos con el clásico atrezzo antidisturbios (casco, porras, escudos, escopetas…). Digo pretorianos porque, armamento aparte, no llevaban el uniforme y distintivo de las Fuerzas de Seguridad del Estado, sino los del Ayuntamiento. ¿De qué tiene miedo ese regidor paranoico y derechista que ha endeudado a los madrileños hasta que nuestros jóvenes peinen canas.
Los poderes económicos están crecidos, muy crecidos ante el evidente retroceso de los partidos y sindicatos de izquierda que deberían tenerlos a raya para mantener un equilibrio social. Ante el abandono de sus representantes, a los ciudadanos no les queda otro remedio que pasar a la acción directa. Porque no será enredándose en discusiones teológicas sobre manos invisibles, virtudes o defectos del mercado como la generación sin podrá labrarse ese futuro que el neoliberalismo, por acción, y la socialdemocracia, por inacción, les han negado. La burguesía, término que suena antiguo pero significa ni más ni menos que los grandes poderes financieros que dominan hoy el mundo, sólo cederá terreno cuando la pelota del temor a una gran insurrección popular se instale en su terreno. No olvidemos que si hay alguien temeroso por antonomasia son los mercados.
En la España del siglo XXI, los desposeídos no tienen ni casa, ni trabajo ni pensiones que perder. Ahora mismo, por no tener ni siquiera tienen futuro. Movilizándose, pueden ganar el presente.
fuente: ATTAC
1 comentario:
Sólo añadir que también en esa manifestación se podía leer: "Nos habéis quitado demasiado, ahora lo queremos todo".
No vayamos a contentarnos con unas concesiones. CAMBIEMOS EL SISTEMA, ES NUESTRA OPORTUNIDAD.
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