Paul Krugman
Adiós a la complacencia. Hace tan solo unos días, la creencia popular era que Europa finalmente tenía la situación bajo control. El Banco Central Europeo (BCE), al comprometerse a comprar los bonos de los Gobiernos con problemas en caso necesario, había calmado los mercados. Todo lo que los países deudores tenían que hacer, se decía, era aceptar una austeridad mayor y más intensa —la condición para los préstamos de los bancos centrales— y todo iría bien.
Pero los abastecedores
de creencias populares olvidaron que había personas afectadas. De repente,
España y Grecia se ven sacudidas por huelgas y enormes manifestaciones. Los
ciudadanos de estos países están diciendo, en realidad, que han llegado a su
límite: cuando el paro es similar al de la Gran Depresión y los otrora
trabajadores de clase media se ven obligados a rebuscar en la basura para
encontrar comida, la austeridad ya ha ido demasiado lejos. Y esto significa que
puede no haber acuerdo después de todo.
Muchos comentarios
indican que los ciudadanos de España y Grecia simplemente están posponiendo lo
inevitable, protestando en contra de unos sacrificios que, de hecho, deben
hacer. Pero la verdad es que los manifestantes tienen razón. Imponer más
austeridad no va a servir de nada; aquí, quienes están actuando de forma
verdaderamente irracional son los políticos y funcionarios supuestamente serios
que exigen todavía más sufrimiento.
Pensemos en los males de España. ¿Cuál es el verdadero problema económico? Esencialmente, España sufre las consecuencias de una enorme burbuja inmobiliaria que provocó un periodo de auge económico e inflación que hizo que la industria española se volviese poco competitiva respecto a la del resto de Europa. Cuando la burbuja estalló, España se encontró con el complejo problema de recuperar esa competitividad, un proceso doloroso que durará años. A menos que España abandone el euro —una medida que nadie quiere tomar—, está condenada a años de paro elevado.
Pero este sufrimiento, posiblemente inevitable, se está viendo tremendamente magnificado por los drásticos recortes del gasto, y estos recortes del gasto solo sirven para infligir dolor porque sí.
En primer lugar, España
no se metió en problemas porque sus Gobiernos fuesen derrochadores. Al
contrario: justo antes de la crisis, España tenía de hecho superávit
presupuestario y una deuda baja. Los grandes déficits aparecieron cuando la
economía se vino abajo y arrastró consigo los ingresos, pero, aun así, España
no parece tener una deuda tan elevada.
Es cierto que España tiene ahora problemas para financiar sus déficits. Sin embargo, esos problemas se deben principalmente a los temores existentes ante las dificultades más generales por las que pasa el país (entre las que destaca la agitación política debida al altísimo paro). Y el hecho de reducir unos cuantos puntos el déficit presupuestario no hará desaparecer esos temores. De hecho, una investigación realizada por el Fondo Monetario Internacional (FMI) da a entender que los recortes del gasto en economías profundamente deprimidas reducen la confianza de los inversores porque aceleran el ritmo del deterioro económico.
En otras palabras, los
aspectos puramente económicos de la situación indican que España no necesita
más austeridad. No está para fiestas, y, de hecho, probablemente no tenga más
alternativa (aparte de la salida del euro) que soportar un periodo prolongado
de tiempos difíciles. Pero los recortes radicales en servicios públicos
esenciales, en ayuda a los necesitados, etcétera, son en realidad perjudiciales
para las perspectivas de un ajuste eficaz del país.
¿Por qué, entonces, se exige todavía más sufrimiento?
Una parte de la
explicación se encuentra en el hecho de que en Europa, al igual que en Estados
Unidos, hay demasiadas personas muy serias que han sido captadas por la secta
de la austeridad, por la creencia de que los déficits presupuestarios, no el
paro a gran escala, son el peligro claro y presente, y que la reducción del
déficit resolverá de algún modo un problema provocado por los excesos del
sector privado
.
.
Aparte de eso, en el
corazón de Europa —sobre todo en Alemania— una proporción considerable de la
opinión pública está profundamente imbuida de una visión falsa de la situación.
Hablen con las autoridades alemanas y les describirán la crisis del euro como
un cuento con moraleja, la historia de unos países que vivieron por todo lo
alto y ahora se enfrentan al inevitable ajuste de cuentas. Da igual que eso no
sea en absoluto lo que sucedió (o el asimismo incómodo hecho de que los bancos
alemanes desempeñasen una función muy importante a la hora de inflar la burbuja
inmobiliaria de España). Su historia se limita al pecado y sus consecuencias, y
se atienen a ella.
Y, lo que es aún peor,
esto es también lo que creen los votantes alemanes, en gran parte porque es lo
que los políticos les han contado. Y el miedo a la reacción negativa de unos
votantes que creen, erróneamente, que les toca cargar con las consecuencias de la
irresponsabilidad de los europeos del sur hace que los políticos alemanes no
estén dispuestos a aprobar un préstamo de emergencia esencial para España y
otros países con problemas a menos que antes se castigue a los prestatarios.
Naturalmente, no es así
como se describen estas exigencias. Pero en realidad todo se reduce a eso. Y
hace mucho que llegó la hora de poner fin a este cruel sinsentido. Si Alemania
realmente quiere salvar el euro, debería permitir que el Banco Central Europeo
haga lo que sea necesario para rescatar a los países deudores. Y debería
hacerlo sin exigir más sufrimiento inútil.
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